La Melesca

RÉQUIEM DE LA LUCIÉRNAGA

 

El primero de diciembre de 2021, en el auditorio del Museo de la Educación, Dirección Provincial de Patrimonio de Mendoza, se presentó el libro «Réquiem de la luciérnaga» de Nicolás Sosa Baccarelli.

Junto al autor, participaron la ilustradora del libro María Marta Ochoa, la Prof. Dra. Susana Tarantuviez quien hizo un análisis formal de la obra y Bettina Ballarini, directora del sello editorial El Jagüel.

 

 

Las siguientes palabras fueron pronunciadas por Sosa Baccarelli:

Buenas tardes. Muchas gracias por estar acá. Yo le agradezco enormemente a Susana Tarantuviez por sus palabras de presentación, tan extremadamente generosas, siempre. Cuesta encontrar personas de trayectorias tan sólidas, de una sensibilidad tan grande, y al mismo tiempo tan simples y tan generosas.

Conocí a Susana cuando, después de un curso de posgrado en el que fui su alumno (en la Facultad de Filosofía y Letras), de manera atrevida y totalmente irresponsable, me acerqué un poquito a los estudios de teoría y crítica literaria en busca de mucho de lo que en las ciencias jurídicas hasta entonces no había encontrado. Entonces Susana, en vez de ahuyentarme advirtiéndome la complejidad de lo que me esperaba -típica actitud del erudito-,  me alentó (con maestría, humildad, y simpleza) a seguir y me acercó elementos para continuar esta búsqueda irreverente con mayor energía.

Gracias Susana, por abrir puertas, por abrir mentes, por tender puentes, por estar siempre dispuesta a brindarte.

Gracias María Marta Ochoa, ilustradora de este libro, por tu trabajo, talentoso y comprometido. Esta obra la hemos hecho juntos. Ha sido un placer trabajar con vos.

Quiero agradecer a Bettina Ballarini, nuestra editora, directora del sello editorial El Jagüel. Gracias Bettina por haber llevado adelante este trabajo, con tanta responsabilidad y hasta en el más mínimo detalle desde el minuto cero hasta este último segundo. Y a su equipo: la diseñadora Clara Muñiz, y el responsable desde Bs As. de las impresiones, Mauro Collia.

Quiero agradecer también a Horacio Chiavazza, director de este espacio y a su equipo de trabajo. Gracias por recibirnos en esta casa preciosa.

 A mis compañeras de vuelo, Julia, amor y Eloísa, hija. Por tanto amor y tanta paciencia.

Y gracias a todos ustedes, amigos, amigas, gente tan querida, por tomarse un tiempo y acompañarnos esta tarde.

 

 

Presentación

Siempre me gusta pensar que un libro nace con el secreto deseo de ser siempre otro libro. Y -deberíamos agregar- con la fatalidad de ser, aunque uno no quiera, muchos otros a la vez. Todos, siempre, invariablemente.

Ocurre que somos… SOMOS… esos poetas que nos han hecho perder la cabeza, somos los dramaturgos que nos han enfurecido, las narradoras que nos han llenado de sueños, de miedos, de rabia, y con quienes hemos trabado estos amores y estas furias, a pesar de la distancia de las décadas o de los siglos.

Pero por sobre todas las cosas somos aquellos hombres y mujeres, aquellos Maestros o aquellos hermanos, compañeros de ruta, -hoy veo algunos sentados acá- con quienes hemos tomado café, mirado el cielo, cantado al viento, mientras aprendemos silenciosamente (de ustedes lo aprendo, compadres míos) esa cosa rara que es la poesía, que a veces tiene tan pero tan poco que ver con escribir.

Decía el poeta jujeño Jorge Calvetti, “Lo importante es vivir como poeta, y escribir, sólo si es muy necesario”.

El libro que hoy presentamos no está exento de estas cosas. Resuenan -creo- en estos textos, algunas de las voces que me habitaron estos últimos años, (o mejor dicho las voces que yo, muerto de asombro, habité) algunas de las cuales, por lo mucho que las quiero y por lo que han representado en mí, hoy quisiera recordar.

Les dije a unos amigos el fin de semana pasado que no sabía bien qué decir esta tarde, en la presentación de este libro. Ellos me sugirieron “Contá cómo lo escribiste”. Entonces, voy a decir exactamente cómo comenzó este libro.

 

Carlos

Este pequeño libro nació con los pies en el agua, asomado por la ventana al ajetreo de una ciudad agónica y esplendorosa. Voy a tratar de ir en orden.

Podría decir que nació una tarde asfixiante de enero, acá en Mendoza, en la casa de Carlos Levy de la calle Rivadavia. Hacían 40 grados, estábamos en malla y teníamos los pies adentro de una pileta Pelopincho de agua tibia.

En cierto momento, a raíz de no sé qué cosa, Carlos comenzó a hablar con el índice en alto y su eterna voz carrasposa, en una lengua extraña.

Estaba diciéndome en voz alta nada menos que el Martín Fierro en su traducción al ladino o judeo-español (esa lengua hebrea, castellana, turca, griega, y vaya a saber qué más, que construyeron los judíos expulsados de España en el siglo XV). Carlos jugaba con las palabras, las deslizaba despacio, las dejaba caer, desarmaba las rimas, alteraba el orden de los versos para probar cómo sonaban de una u otra forma. Barajaba con picardía esas palabras inverosímiles.

La historia de Fierro escrita por un poeta de la llanura del siglo XIX y reescrita en el agua por este otro poeta judío y huarpe, como le decía Tejada Gómez, en una lengua misteriosa del siglo XV.

Carlitos se detenía obsesivamente en cada ritmo, en cada sonido, hasta encontrar lo que en realidad buscaba: el tipo justo, el tono preciso, el momento exacto… del silencio…. Ese instante en que la palabra está sobrando y debe apagarse para dejar crecer al viento.

Había en esa búsqueda empecinada, mezcla de juego y obsesión, en  esa forma de leer, releer, en esa forma de decir, de dudar: una expresión y un pensamiento. Es decir, allí apareció en medio del día y de ese océano tibio clavado en el patio, una luciérnaga, una especie de luz, señalando el rumbo.

(El autor lee un poema «Brújula» del libro)

Esa. La de los ojos de nieve.

La del vino desbordante en la cintura.

(Tu luz siempre guía

hacia donde gime

el amor tuerto y deshecho).

Esa. La de los pechos como magnolias.

La de la saliva espesa como la pólvora.

(Tu luz lleva siempre

a donde lucen las monjas

sus trajes de novia).

Esa. La de la voz de ave

silbando en la noche

con los ojos abiertos.

(Tu luz conduce hacia el lugar

sobre el que desciende

el sueño de las sirenas)

Esa otra, igual a un perro,

con su trajecito sastre,

amada a mordiscones.

(La brújula de tu luz siempre conduce

hasta donde vale la pena).

 

Parroquianos

Aunque no sé si fue así… Voy a contar exactamente dónde comenzó este libro. Ahora que me acuerdo todo esto empezó en algún café del centro, en esas mesas en que recalan taxistas exhaustos, vendedores decepcionados, enamorados reincidentes y otros trasnochadores incorregibles.

Vicente, que se sentaba todas las tardes en la misma mesa y pasaba dos o tres horas en silencio frente a un vaso de agua. José, que leía en plena oscuridad la historia de las dinastías europeas. El Pilo que contaba todas las noches la misma historia del Liverpool que antes fue OvaOva, y antes Bomarzo, y antes fue Gargantúa, y antes Sawidi, y saludaba religiosamente, desde la memoria, a los gigantes que antiguamente ocupaban esas mesas. El Gringo Lazzi, con sus noventa y tantos años, su sobretodo enfundando su estampa de príncipe, su acento italiano y su manojo de llaves.

Alguno de ellos, cualquiera. Entre los pocillos de café de esos parroquianos, andaba el tango y andaba Cuyo.

(El autor lee el poema “Parroquiano”)

 

Su voz hueca suena

como una aldaba percutiendo la noche

(mi destino ya anda

remoloneando en la nada).

Lerdamente va pidiendo su copa

como el que exige un permiso.

Yo lo veo hundir su frente de náufrago

en el áspero trago,

como ganando una ausencia

cuando la calle es una cosa

sin forma y sin remedio.

Yo lo veo tambalear

su estatura de hombre gris,

y lo veo detrás de una tos cóncava

desparramar desde la ventana su mirada.

Yo lo veo parpadear en secreto,

tan de pie y al centro de sí mismo.

Y embestir

hacia Ninguna Parte

con su proa filosa. Que es

de donde siempre viene.

 

Jorge

Pero algo de estas luciérnagas me lleva a otro lado. A un pueblo: Chacras de Coria, ese pueblo mío que ya no existe y que al nombrarlo me atraviesan hinojos, acequias, aguanieves y caballos. A una mañana de carnaval en el pequeño jardín del Jorge Marziali: otra voz -y qué voz- que quiero recordar esta tarde.

Él tomaba mate mientras se despachaba enojado contra los adjetivos, a los que consideraba pretextos para no decir nada.

Voy a contar -ahora así- exactamente dónde empezó este libro.

Estaba Jorge cebado mate, tres álamos blancos y el recuerdo de una rosa que, sin ningún adjetivo, tenía la belleza de la palabra “campo”. Así nomás. Sin ornamentos.

Nunca escuché sonar la palabra “pan”, como en las canciones de Jorge, que nos acompañan desde niños. Nunca escuché sonar la palabra “tren” como en su canto. Nunca la palabra “criollo”, la palabra “esperanza”, con esa rabia tan libre y tan enamorada.

Nunca jamás imaginé que cambiar el mundo, que “empezar de nuevo” (en palabras de Jorge), comenzaba así, en patín por la calle San Martín.

Después Jorge me dejó tres cosas: un libro de cuentos gitanos, la gloriosa poesía de Manuel Castilla (ese Manuel que él cantaba), y la palabra de Antonio Esteban Agüero, repleta de piedra y de pájaros.  Para luego irse cualquier domingo, como si nada, con el secreto de un hombre muy antiguo que de tanto cantar  se hizo niño.

 

(El autor lee «Acequia»)

He vuelto otra vez  a tu arrullo

de aljibe natural y prolongado.

Tu corazón es un sótano morado

donde soñaron una vez el pez y la tortuga.

 

Abierto estoy, como un tajo,

porque crece en mí tu flor de agua,

desde el inmenso frío del ladrillo.

Remojo, a tu sombra,

mi sombra,

como si fuera una bahía.

 

Canto a tu oficio pagano

de zaguanes espejados;

mientras el viento

te preña de aguanieves,

y se aquieta en el borde de la tarde

hasta encontrarme niño y solo,

 y descalzo, reclinado a tu lecho,

a tu bóveda litoral de luna llena.

a tu arcilla roja como una tumba.

 

Ahora ya es de noche y tu recinto

guarda el perfume de la piedra

en un mar cautivo.

 

Mi casa

En realidad, la pura verdad, es toda esta historia ocurrió antes. En nuestra casa, papá, mamá, hermana. Entre las cosas nuestras, de todas los días. Las voy a enumerar para quienes no las conocen.

 

(Leído)

Comenzaré por lo que NO tuvimos. Es importante.

No tuvimos frío: nos las arreglamos aspirando el sol del mediodía.

No tuvimos hambre. Nuestra dieta fue frugal y suficiente:

nunca menos de un pan y dos luciérnagas por día.

 

A veces sí, tuvimos miedo.

(Él nunca nos tuvo a nosotros)

 

Rezamos mucho  -nos rigen dioses paganos sentados a la mesa-

Nos enseñaron a cantar,

a decir “gracias”,

a darle de beber al caminante,

y a cagarnos en el canto del burócrata

que abdica del reinado niño del beso y de la rosa

a cambio de dos piedras invertidas.

Vayan y oigan dónde pisan -nos dijeron-

Al ras del suelo encontrarán la vida.”

 

(El autor lee otro poema del libro)

 

El niño y la torcaza

Con algo de pudor, ella te vio recoger

una rodaja de tu hambre para taparte la noche.

Y le cruzaste el cuerpo en un origen puro,

con la estación partida de la nieve,

sobre tu mollera de mármol frágil

y rosa sin retorno.

Ella te vio venerar un fuego

con un barco de papel para inventarte

un verano en pleno julio:

Ese fuego rural y deshojado.

Y así te sintió, niño-pájaro,

en tu temblor de ciervo herido,

en tu norte de espiga erguida en el viento

con una fortaleza que de pronto se hace trino.

La vida sangra en vos, niño-mundo

en tu esqueleto fino donde arde

retozando de muerte la esperanza,

cuando la dicha es un misterio obsceno

y agoniza, ya herida de vida,

la palabra.

 

Aníbal

Ya no sé exactamente dónde ni cómo nacieron estos versos, ni ninguno de los otros. Pero lo más probable es que me hayan crecido muy desde adentro, alguna de esas innumerables noches, en la casa de Aníbal Cuadros y Susana Fasciolo, que es donde ocurren las cosas, (y por suerte yo tengo llave). En sobremesas anchas, de sodeados infinitos. Entre tantísima música, historia, tantos sabores, tanto abrazo, tanto peregrino sentado a la mesa, tantas ganas de cantar, tanto Cuyo.

En la palabra, en la guitarra de Aníbal: esa madera preñada de tiempo, de pueblo y de paisaje.

Les dije al comienzo que un libro siempre desea ser otra cosa. A estos versos, Aníbal, les gustaría ser apenas un gajo de ese fuego, el acorde más sencillo de tu guitarra, y de la melancolía del Goyo, Gregorio Torcetta, que para cumplir con su poesía -y aquí evoco sus versos- “para fundar tonadas para el tiempo / de la niñez, del canto y el racimo”, “para ser por fin regreso en el verdor”, una tarde, “olvido adentro, pájaro y frutal”, se fue. 

(Leído)

 

Réquiem de la luciérnaga

Venía desde lejanos

altares de arcilla y agua.

Yo la recuerdo agitando sus alas

como quien rememora un árbol

en medio de la niebla.

Tuve ganas de estrecharla en lo alto,

de apretarla en mis manos

de devorarla de una vez

hasta que mi boca

estallara de polvo

y de ternura.

Pero su vida estaba lejos.

Venía desde otra luz:

desde la arista del almendro y la llovizna.

Yo la recuerdo traspasando el zonda

como quien recuerda una muchacha

en medio de la gente.

Andaba por las orillas,

renombrando las cosas

con palabras simples:

la greda del canal, con la A de ausencia;

el revés de la hoja, con el perfume del viento.

Yo quería deglutirla.

Pero su ala estaba lejos.

Andaba inventando las cosas.

Y así puso un racimo de corrihuela

sobre la luna agreste,

y un musgo creciendo

bajo la aurora metálica de la compuerta.

Asomada a la flor, sangre adentro

como un pámpano sujeto a las crines de la noche,

se posó sobre el surco

en medio de su primavera negra

para sembrar sobre la cepa una flor volcánica.

Yo quise sujetarla…Quise hacerlo…

Pero su mundo

Su mundo…

Su mundo…

me quedó lejos.

 

Muchas gracias.

 

 

Siguiente Entrada

Anterior Entrada

© 2024 La Melesca