La Melesca

LOS SABIOS DEL PAISAJE

Algunos elementos humanos fueron ineludibles para transitar la geografía americana sin riesgos ni conflictos. Sentenció el viajero español Ciro Bayo: “si el baqueano es la brújula de la pampa, el rastreador es el sabueso”.

por NICOLÁS SOSA BACCARELLI *

EL BAQUEANO

EL diccionario de la RAE define esta expresión como “Experto, cursado. Práctico de los caminos, trochas y atajos. Guía para poder transitar por ellos”. Sarmiento en “Facundo…” clasifica a los gauchos en cuatro tipos: el baqueano, el rastreador, el cantor y el gaucho malo. el baqueano, lo califica de «personaje eminente, y que tiene en sus manos la suerte de los particulares y de las provincias». Así lo describe: «El Baqueano es un gaucho grave y reservado que conoce a palmos veinte mil leguas cuadradas de llanuras, bosques y montañas. Es el topógrafo más completo, es el único mapa que lleva un general para dirigir los movimientos de su campaña… Modesto y reservado como una tapia… encuentra una sendita que hace cruz con el camino que lleva: él sabe a qué aguada remota conduce: si encuentra mil, y esto sucede en un espacio de mil leguas, él las conoce todas, sabe de dónde vienen y adónde van…”

«El baqueano» Obra de Juan Manuel Blanes – 1875

En este pasaje Sarmiento consagra en nuestra literatura esa clásica exageración con olorcito a leyenda, según la cual “el general Rosas, dicen, conoce por el gusto el pasto de cada estancia del sud de Buenos Aires”.

El viajero francés Xavier Marmier señala que “en el conocimiento del terreno, en la agudeza del oído y de la visión, hay una similitud que sorprende entre el camellero árabe, el cazador de los Alpes, el pastor nómade de Laponia, el trampero del Oeste en América del Norte, y el baquiano de la América del Sur”.

Escribía Lucio Mansilla: “el baqueano anuncia también la proximidad del enemigo; esto es diez leguas y el rumbo por donde se acercan… Casi siempre es infalible. Si lo cóndores y cuervos revolotean en un círculo del cielo, él sabrá decir si hay gente escondida o es un campamento recién abandonado o un simple animal muerto”.

Muchos son los nombres que encarnaron este oficio y que viven en la memoria de los argentinos. Algunos sirvieron en los ejércitos de la Independencia. Por su colorido recordamos a José Luis Molina, capataz de la estancia de Francisco Ramos Mejía. Se cuenta que cuando el gobernador bonaerense Martín Rodríguez detuvo a su patrón y se desembarazó de muchos de los indios que residían en esa conocida estancia, Molina escapó a las tolderías y llegó a liderar cierta población indígena. En abril de 1821, al frente de un malón de 1500 hombres a punta de lanza asaltó y destruyó al por entonces incipiente poblado de Dolores. Luego de escapar, fue acusado de traición por los indios por lo que solicitó (y obtuvo) protección en los cuarteles. Llegó a ser capitán de baqueanos en las expediciones de 1826 y 1827 del coronel Federico Rauch a la Sierra de la Ventana. Años más tarde se puso a las órdenes de Juan Manuel de Rosas.

 

«La vuelta del malón» (óleo sobre tela) Ángel Della Valle – 1892


EL RASTREADOR

Se no presenta a veces como una suerte de arqueólogo intuitivo y módico. Como un detective pampa que escudriña la noche y sabe que nadie (NADIE) se mueve sin dejar un rastro. Observador metódico, microscópico, obsesivo. Fue perito siempre dispuesto a prestar su sapiencia a la justicia, y esto le deparó un trato social, aún más considerado. Sabe seguir la huella de una persona, de un animal o incluso de una cosa luego de mucho tiempo de haber sido plasmada sobre el terreno.

El rastreador más elemental no necesitaba más que echar un vistazo a la tierra, un par de huellas impresas por los cascos en el camino – aún en medio de las profusas huellas que deja el paso de una tropa-, para distinguir qué clase de animal era, cuándo pasó por allí, si iba ensillado o no, si iba lerdo o con prisa.

Pero hablemos del rastreador experto. No sé si habrá nacido otro como Calíbar a quien Sarmiento conoció con más de ochenta años, “encorvado por la edad”, pero conservando su “aspecto venerable y lleno de dignidad”.

Cuenta el gran escritor sanjuanino que hacia 1830, un hombre condenado a muerte se había escapado de la cárcel. Calíbar fue encargado de buscarlo. El reo previendo que sería rastreado, había tomado las precauciones posibles. Precauciones inútiles. Acaso solo sirvieron para perderlo, porque comprometido Calíbar en su reputación, lo hizo desempeñar con calor una tarea que perdía un hombre, pero que probaba su maravillosa vista. El prófugo aprovechaba todos los accidentes del suelo para no dejar rastros; cuadras enteras había marchado pisando con la punta del pie; trepábase las murallas bajas; cruzaba un sitio y volvía para atrás. Calíbar lo seguía sin perder la vista; si le sucedía extraviarse, al hallarle de nuevo el rastro, exclamaba: «Donde te mías d’ir». Al fin llegó a una acequia de agua en los suburbios, cuya corriente había seguido aquel; para burlar al rastreador. ¡Inútil! Calíbar iba por las orillas sin inquietarse, sin vacilar. Se detiene, examina unas hierbas y dice: «Por aquí ha salido, no hay rastro, pero esas gotas de agua en los pastos lo indican». Entra en una viña, Calíbar reconoció las tapias que la rodeaban y dijo: «Adentro está». La partida de soldados se cansó de buscar, y volvió a dar cuenta de la inutilidad de las pesquisas. «No ha salido» fue la breve respuesta de Calíbar. No había salido, en efecto fue hallado y al día siguiente fusilado.

Cuando le hablaban al ya anciano rastreador sobre su reputación fabulosa, contestaba: «Ya no valgo nada, ahí están los niños», señalando a los suyos, herederos de este oficio sagrado, y discípulos de este enorme maestro.


Ilustración de portada: Obra del pintor argentino Rodolfo Ramos

nicososabyn

* NICOLAS SOSA BACCARELLI: Periodista y abogado. Columnista y colaborador de medios gráficos de Argentina y México, entre ellos, el suplemento Cultura de Diario "Los Andes" de Mendoza. Es uno de los fundadores y director del archivo digital “La Melesca”, historias de Cuyo.

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