La Melesca

TESTIMONIOS DE UN CREADOR

Las canciones suelen tener interesantes historias que inspiraron su nacimiento. Generalmente se desconocen o quedan relegadas para el círculo íntimo del autor. Irupé, nos brinda algunos relatos que recibió de su abuelo, el excelso compositor y guitarrista Arsenio Aguirre.

 

 

Por: IRUPÉ TARRAGÓ ROS * 

Los comienzos

 

“Usted quiere saber como compuse algunas de mis obras, como empecé en este camino. Le diré, Irupé, que yo tenía quince años cuando empecé a acompañar a los cantores populares, los mismos que me fueron llevando luego en gira por diferentes distancias, siempre con la anuencia de mi madre, ya que papá, mi primer maestro de guitarra, murió cuando yo contaba trece años. Tita Duval, cancionista de repertorio internacional, de pronto pasó por Rosario donde yo vivía y me contrató para incluirme en su grupo musical con la finalidad de llevarme en gira hacia Bolivia, viaje que se hizo de inmediato.

Catedral de Tarija

Al llegar a Tarija, por motivos especiales, se disolvió el grupo y quedé solo en otro país, recién cumplidos los diecisiete años y contando solamente con la guitarra para solventar mis gastos. Afortunadamente los tarijeños, que habían descubierto mi manera de tocar la guitarra, me propusieron integrar un conjunto folklórico para llevar a La Paz la música ritual de los valles de Tarija, pueblo de los indios chapacos. Los campesinos chapacos, llamados indios por los mismos bolivianos, son una población que habla un antiguo castellano y que maneja un cancionero de bella construcción musical cuyas letras tienen que ver con la herencia española, puesto que se trata de la copla que se instaló muy adentro del alma y las costumbres del “indio”.

Los copleros, a la manera de nuestros payadores, suelen tener contrapuntos. Estas y otras costumbres definen la identidad de este pueblo cantor. Con el grupo llevamos este arte a La Paz y con nosotros a un indio chapaco con su sabiduría ancestral. Estas grandes distancias caminadas con una riqueza de paisajes y culturas antiguas que aún tienen plena vigencia, me hicieron advertir la conveniencia de andar solo para poder asomarme libremente a todas las fuentes del folklore y aprender lo que he aprendido.

Trío Argentino con Blanca Chazarreta y Antonio Luzzi

El solista empezó a inquietarme en largas horas de estudio, porque ya entonces pensaba que el guitarrista acompañante maneja un arte digno de toda ponderación, pero el solista domina la ejecución de una técnica completa para expresarse, convirtiendo a veces al instrumento en una pequeña orquesta. Con esas veleidades aparecí en Buenos Aires, pero el solista no tuvo suerte, en cambio sí el guitarrista acompañante, porque de pronto, con otros compañeros comencé a trabajar acompañando a Nelly Omar, a Raúl Berón, a grabar con los Hnos. Abrodos, con Antonio Benítez, con tantos grandes intérpretes u estuve dirigiendo diez guitarras para hacer marco musical al cantor de tangos Héctor Mauré.

Ensamble de diez guitarras

Yo me sentía más cómodo con el folklore, de modo que inmediatamente acepté la invitación que me hiciera Margarita Palacios para integrar y dirigir su conjunto. La acompañé durante muchos años y grabé con ella buena parte de su discografía. Luego, otra vez al solista lo fui reafirmando a lo largo de giras como lo hice cuando formaba trío con Blanca Chazarreta y Antonio Luzzi. Cuando determiné ser definitivamente solista, me fui a Mendoza. Allá fui apalabrado por Tito Francia para que con los guitarristas Martín Ochoa y José Honorato, acompañáramos cantores en la Fiesta de la Vendimia. Yo me negué a hacerlo, pero mi amistad con Tito Francia pudo más. Me propuso trabajo en Radio Aconcagua garantizándome continuidad con el cuarteto de guitarras acompañantes y al mismo tiempo la posibilidad de desarrollar en forma constante mi actividad de solista. Acepté y duró unos dos años.

Radio Aconcagua de pronto pasó a ser Radio Nacional y todos los músicos fuimos derivados a diferentes emisoras de la ciudad. A mí me tocó Radio Nihuil. Un día me citaron de la emisora para que acompañara a un gorila. Era un hombre que tenía las piernas inanimadas, un repertorio lacrimógeno y había logrado un disfraz de gorila casi a la perfección. Se llamaba El gorila cantor.

Yo cumplí con mi misión, pero enseguida presenté mi renuncia especificando que la misma se debía a que a la guitarra le soñara yo otro destino y no acompañar a un gorila. Aunque en realidad ya tenía una copiosa experiencia acompañando a una gallina y a una calavera en La Paz, Bolivia, espectáculos de variedades que me ayudaron a sobrevivir en el hermano país. Recuerdo que resultaba muy simpático ver al ventrílocuo venezolano haciendo los monólogos de Hamlet, que no eran tan monólogos, porque la calavera respondía punto por punto con pretendida filosofía, luego cantaba y ahí era donde yo me lucía.

Las autoridades de la radio tomaron como una nota risueña mi renuncia, pero yo insistí, porque dentro de mí estaba otra vez latiendo el camino, la andanza y América, que yo anhelaba caminar.

Una vez concretada esta renuncia viajé a Rosario y de allí a Tucumán para trabajar en el Parque de Grandes Espectáculos con una responsabilidad tremenda, ya que iba a ocupar el lugar que, por motivos desconocidos para mi, dejaba libre Atahualpa Yupanqui.

Pronto alcancé las fronteras y siempre fue la salida con ansias de Bolivia y Perú porque esas culturas habían dejado una huella profunda en mi alma”.


 

Postal de La Quiaca en 1950

El quiaqueño, su historia

“Corría la década del 1950 y en La Quiaca, pueblo que me parecía encantador aunque los fríos eran de nueve cobijas, mi guitarra se encargaba de darle un calor afectivo a las reuniones de los amigos. Precisamente ellos, mis amigos quiaqueños, ya en víspera de ausencia, me invitaron a una fiesta que me provocó gran emoción porque estaba dedicada para mí.

Hay que andar solo para saber lo que vale un gesto solidario o un abrazo afectuoso. Entonces se me ocurrió, rato antes de la fiesta, hacer unas «coplitas» en ritmo de bailecito para cantarlo esa noche con los presentes a modo de agradecimiento y fijar en el tiempo ese momento de amigos y de música.

Para ello escribí en servilletitas de papel la letra, brevísima, y le puse un título: Adiós a La Quiaca. Luego las repartí entre los amigos y cantamos el bailecito varias veces a lo largo de la noche. Al día siguiente crucé a Villazón y me perdí en la larga geografía de América del Sur.

Casi un año después, a mi regreso de ese viaje, entré otra vez al país por La Quiaca y esa misma noche fui al café donde suponía encontraría a mis amigos. El café tenía billares que estaban ocupando unos jugadores concentrados en una partida. Mientras uno de ellos le ponía tiza al taco, lo escuché silbar el bailecito que yo había hecho antes de partir. Me acerqué y le pregunté sobre lo que estaba silbando.

– “¡Ah, si, es un bailecito boliviano”, me respondió!

Yo no dije nada, pero pensé que, como a todas mis obras, la registraría en SADAIC (Sociedad Argentina de Autores y Compositores de Música) apenas llegara a Buenos Aires y así lo hice.

Al cabo del tiempo regresé a Mendoza (ciudad donde había vivido muchas veces) y maticé como siempre mis actuaciones con la enseñanza de guitarra. Recuerdo que los alumnos comenzaron a pedirme que les enseñara un bailecito titulado “El quiaqueño”.

Para enseñarlo yo tenía que tener la partitura o al menos escucharlo. Todos coincidían con el pedido y me hablaban de La Quiaca, lo que realmente me alegraba por tratarse de una tierra que yo quería tanto y por la que anduve durante muchos años.

Los Fronterizos

Hasta que uno de los alumnos me lo entonó cantando un poco su letra y allí fue mi sorpresa. Le pregunté quién le había enseñado ese bailecito y me dijo que era de Los Fronterizos. Yo me asombré tanto que sólo podía repetir que el bailecito que había cantado era mío y se llamaba «Adiós a La Quiaca». Enseguida recurrí a SADAIC y también a mi editor, de tal suerte que se aclararon las cosas. Los Fronterizos tal vez lo aprendieron en el norte y, creyéndolo anónimo, lo llevaron al disco como «motivo popular». El editor consideró dejarle los dos títulos: Adiós a La Quiaca y El quiaqueño, porque este último ya era conocido y así salió en las ediciones posteriores a 1961. Finalmente, el título que concebí originalmente, se perdió en el olvido.

Los muchachos de Los Fronterizos lo pasearon por el mundo y su versión fue una creación tan impactante que El quiaqueño, siendo de melodía y letra muy humilde, logró trascender, cosa que yo no suponía que pudiera suceder. Pero las cosas se presentaron así y me alegraba porque en mi bailecito iba toda La Quiaca, ese pueblo que me había cautivado haciéndome regresar siempre.

Waldo de los Ríos también realizó con él una creación instrumental de gran jerarquía. Se cantó en las escuelas, en las Iglesias y lo entonó el pueblo todo.

Me asombró su destino ya que a lo largo de los años lo fui escuchando en Europa por austríacos, alemanes, franceses y, en distintas décadas, fue incluido en dos películas argentinas: Bicho Raro (1970) con Luis Sandrini donde lo cantan Los Fronterizos y en Flores robadas en los jardines de Quilmes (1985) con libro de Jorge Asís, donde lo canta su protagonista, Soledad Silveyra. Lo que comenzó en mi corazón agradecido y en unas servilletas de papel aquella noche de La Quiaca, pareciera que no ha dejado todavía de latir en el cariño y la memoria de los argentinos…»

(Arsenio Aguirre, Buenos Aires 1988)

 

El quiaqueño (bailecito)

Editorial Tempo Copyright 1961

 

I

A ver quiaqueños,

vamos a cantar

este bailecito

vamos a bailar.

 

Antes que amanezca

por esta región,

porque ya mañana

paso a Villazón.

 

Estribillo

Me voy a Bolivia

luego iré al Perú

me alejo pensando

en la Cruz del Sur.

Tarareo………

Me alejo pensando

en la Cruz del Sur.

 

II

A ver quiaqueños,

vamos a cantar

nada de tristeza

me quiero alegrar.

 

Antes que amanezca

por esta región,

porque ya mañana

paso a Villazón.

 

El quiaqueño. Los Fronterizos 1967.avi

 


Santiago de Chile en la década de 1950

 

Guitarra trasnochada, su historia

«Llegar a Santiago de Chile, instalarme en una pensión familiar y debutar en el teatro, fue un trámite de pocas horas: no me dieron tiempo de aclarar que mi actuación no serviría en un teatro de revistas. De todas maneras debuté, pero esa misma anoche hablé con la representante para que me ubicara en lugares más adecuados a lo que yo hacía.

¡Y de que se queja… -me dijo- quiere silencio y atención… lo tuvo! Actuó con sala llena y el público premió su trabajo. Le aseguro que acá no tendrá problemas porque el éxito del teatro es consecuencia de un seleccionado elenco internacional y la gente valora ese esfuerzo en su justa medida. Ya verá usted como reciben a sus compatriotas Enrique Mario Franchini, a su orquesta y al cantor Alberto Podestá. Y va a ver como al rosarino Ahumada le reconocen la magia de su bandoneón. ¡Piénselo…!

Por supuesto me quedé y fue un verdadero placer pulsar la guitarra en un ambiente que, si bien festejaba a mandíbula batiente los números de tono subido, sabían guardar un respetuoso silencio frente a propuestas musicales de diferentes partes del mundo.

Santiago no solo me cautivó como ciudad, con su clima especial al pie de la cordillera, sino fundamentalmente me enamoró su pueblo, resultándome fácil hacerme de amigos que me llevaron a distintos lugares a conocerlo todo, incluyendo el Carrillón que está en la Merced, aquel que perpetuara en su tango Enrique Santos Discépolo. Cada día descubría algo nuevo. La elegancia del huaso con su ropa típica, la apariencia desvalida pero pícara del ocurrente “roto”, esa tonada, ese hablar tan simpático. Además, yo tenía presente la relación estrecha en el amanecer de nuestras naciones. Toda la historia me caminaba el pensamiento.

Confitería Goyescas en 1958

El Goyescas era una confitería del ambiente artístico a la que después de trabajar llegaban colegas de diferentes casas de espectáculos para estirar la noche. Allí nos encontrábamos chilenos y extranjeros hablando un lenguaje común, sin fronteras y nos enredábamos en largas charlas. A doce cuadras del Goyescas estaba mi pensión. Como siempre me gustó caminar la noche, solía regresar a pie orillando el río Mapocho. Allí vivía cada vez el asombro de mirar la inmensa mole cordillerana. En noches de cielos transparentes y de estrellas que tienen otro brillo, ver la luna que rompía sus formas luminosas sobre las altas cumbres, era invitarme a darle forma a mi admiración a través de la poesía. Todas las noches lo mismo, todas las noches insistían mis versos “la luna se hace pedazo sobre las cumbres de las montañas…” Con el andar de los días había memorizado algunos que solamente los hacía al enfrentar la cordillera.

Julia Allú era la dueña de la pensión, la que llenaba los momentos de su vida con un músico de repertorio centroamericano, Miguel Abarca, hombre de mucha actividad en su oficio. Ella lo esperaba todos los amaneceres con una comida que yo solía compartir porque mi llegada a veces se producía primero que la de Miguelito; las escaleras de madera delataban mi presencia y Julia enseguida me preguntaba por su compañero, me invitaba a comer algo y a esperar juntos a su esposo. Yo le contaba anécdotas que ella festejaba risueñamente.

Pero una vez le comenté que todas las noches me acompañaba una zamba hasta la puerta de su casa y yo inconscientemente la dejaba en la vereda. Esto ocurría porque mi guitarra quedaba en el teatro encerrada en los camarines y al no tenerla no podía darle forma a la zamba.

Julia enseguida salió y volvió con una guitarra. Entonces me dijo: “hazla entrar…” señalándome una habitación desocupada de la pensión. Y fue así nomás. Cuando tomé la guitarra y empecé a rasguear, la zamba estaba totalmente escrita, hasta el título que me venía rondando: Guitarra trasnochada

Julia y Miguel la ponderaron y con tal motivo al día siguiente organizaron una reunión de amigos para festejar la llegada de la zamba. En medio de la fiesta yo la canté varias veces y Julia decía a los invitados:

– Yo la hice pasar. Este cabro la dejaba en la puerta y yo la hice entrar…

 

Guitarra trasnochada 

Compuesta en Santiago de Chile en 1956 / Ed. Tempo Copyright 1957

I

La noche me está envolviendo

con su lunita color de plata

de lejos me trae el río

un rumor suave de agüita clara.

 

Que noche, vieras que noche

la cordillera toda nevada,

la luna se hace pedazos

sobre las cumbres de las montañas.

 

Estribillo

Ay guitarra trasnochada

canta conmigo mis añoranzas

contale, cuánto la quiero

a la que espera mi enamorada.

 

II

Semilla te has hecho árbol

flores y nidos fueron tus ramas

el tiempo quiso traerte

hasta mis manos hecha guitarra.

 

Amiga, mi leal amiga

que con mi alma lloras o cantas

la noche se está volviendo

puro recuerdo, pura nostalgia.

 




* IRUPÉ TARRAGÓ ROS. Destacada cantautora y pianista, hija de Antonio Tarragó Ros y de Perla Argentina Aguirre. Su abuelo paterno fue Tarragó Ros y los folcloristas Arsenio Aguirre y Blanca Chazarreta por la rama materna. Desde muy temprana edad realizó estudios musicales y ha participado en innumerables formaciones musicales.

 

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