La Melesca

EL ÚLTIMO MECENAS

 JULIO “Negro” CASTILLO

Filósofo, viajero, mecenas, padrino desinteresado de artistas, locos y espíritus inquietos y desolados. Incondicional amigo en épocas en las que lo que estaba en juego era la vida misma. Sus locales “Pantagruel” y “Gargantúa” fueron refugio de la gloriosa bohemia mendocina. Aquí tres semblanzas de Julio “El Negro” Castillo en palabras de Mariana Guzzante, Ramón Ábalo y Alberto Atienza.

El último mecenas de Mendoza

por MARIANA GUZZANTE *

Hubo un tiempo en que la bohemia mendocina se reunía todos los martes a comer pizza en Pantagruel. La casa invitaba: en el mesón, sosteniendo charlas memorables, se podía encontrar a Fernando Lorenzo, Sara Rosales, Carlos Levy, Gastón Alfaro, Ricardo Marino y una lista larga de artistas que, en los ‘80s conformaban una buena porción de la bohemia mendocina. La pizzería “de culto” pertenecía a Julio Castillo, más conocido como “el Negro” .

Se lo podía encontrar en más de un sitio a la vez: si había una muestra donde faltaba una mano, estaba; si algún artista se enfermaba y necesitaba un techo, estaba; si alguien necesitaba un pasaje para ir a mostrar su talento a Buenos Aires o a cualquier parte, estaba.

“Él estudió en la Universidad de la Vida”, dice aún con la pena en la garganta la artista plástica Sara Rosales. “No sé si se pueda hacer una síntesis de su generosidad, su interés por defender la dignidad de los artistas, su pasión como gestor cultural”.

El legado de Julio Castillo, pues, es el que corresponde a esas personas que son capaces de tejer redes artísticas y emocionales, las necesarias para que una generación se haga notar y brille.

“Hablar del Negro Castillo es hablar de la bohemia de aquella época, la que venía peleándola desde los ‘60s y la que luego, en plena dictadura militar, se reunía a tratar de arreglar el mundo alrededor de una mesa de su pizzería”, rememora Sara.

En esos años difíciles, todas las semanas, una trouppe de pintores, escultores, músicos e intelectuales, se reunían allí no sólo a cocinar amistades, sino también debates, proyectos y planes de refugio, si que alguien (como el poeta Armando Tejada Gómez, por ejemplo) necesitaba vivir un tiempo en la clandestinidad.

“Nosotros le llamábamos los ‘Martes de la Caridad’, porque salíamos de las exposiciones en la Galería Huentala, que habíamos abierto para que allí expusieran los artistas locales que eran echados de otros espacios, y nos íbamos todos juntos a comer allí. Estaba Fernando Lorenzo, Gastón Alfaro, Ricardo Marino, Carlos Levy ¡la lista sería larguísima! Él nos recibía con los brazos abiertos. Y allí nos pasábamos horas en esas charlas intensas”. Rosales recuerda que, cuando Carlos Alonso necesitó un empujón antes de partir a Buenos Aires, fue el Negro quien se lo dio. Y cuando la recién descubierta Fabiana Bravo precisó agilizar sus trámites para partir a Italia, allí estuvo la mano del Negro.

Entre 1977 y 1978, cuando la mayoría de la gente guardaba silencio por miedo a desaparecer en manos de los militares, Castillo se encargó de organizar los entonces conocidos como «viajes de la solidaridad», y se embarcó a Costa Rica para ofrecer su apoyo a Dante Polimeni; a Ecuador, para estar con el periodista Alberto Gattás; a Madrid, para dar una mano a Luis Politi, y a París, para colaborar con Juan Carlos Alterio. Gracias a su ayuda, estos artistas, periodistas y escritores pudieron preservar sus vidas en el exilio.

Junto a Fernando Lorenzo, Daniel Talquenca y el Gringo Embrioni, fundó al poco tiempo, a la vuelta de su café Gargantúa, la “Cooperativa Bitácora”, con la que pretendía alentar exposiciones y espectáculos y propiciar ayuda económica para los artistas. Su calidez y atención suman espesor a esa figura de mecenas local.

“Todos van a coincidir en que fue un tipo generoso al por mayor, siempre atento y presente en cuanto espectáculo o evento podía estar y ayudar. Me sorprendía y alegraba cuando lo encontraba en mis espectáculos apreciando como un espectador común con su sonrisa gigante y su imagen de hermano, amigo, padre protector. Siempre encontré en su mirada paz, siempre me iluminaba al verlo, al abrazarlo intentando protegerlo. Y sentía lo contrario: él era el que te contenía. Nunca pude hacer algo que superara su magnitud de generosidad y hablo de poner el oído, el tiempo”, repasa el actor Daniel Quiroga.

“Un gran observador de las personalidades de los demás. Nada se le escapaba, sabía del interesado, del talentoso, del que con dignidad no pedía nada. A él solo le importaba ayudar sin recibir nada más que la gran satisfacción de haber tenido la suficiente intuición de ayudar al artista que más lo necesitaba. Por ello daba todo. Viajó por el mundo, conoció otras culturas que lo hicieron aún más humilde y sabio”, subraya Lila Levinson.

El escritor Julio González vuelve a un momento clave: “cuando se comenzó a sentir la represión aquí en Mendoza, me lo encontré cerca del Automóvil Club y me dijo: ¿Qué hacés acá? Tomátela. No porque yo fuera exactamente militante, sino porque él sabía lo duras que se pondrían las cosas. Me ofreció ayuda; de hecho, ayudó económicamente a un amigo mío, periodista, para que se ocultara dos meses en San Rafael. Y mucho después me enteré de que le salvó la vida a unos cuantos más. Sin contar los muchos libros de autores jóvenes o sin recursos que se publicaron gracias a él y los muchos cuadros que adquirió de pintores de acá”.

Casi ni hace falta decir que avaló el pincel a Gastón Alfaro y que Carlos Levy le debe la edición de su libro “La memoria y otras piedades”. Entre los poetas, admiraba a Víctor Hugo Cúneo y hasta le escribió una obra teatral llamada “Cúneo o la inmolación de la poesía”, publicada por Ediciones Culturales en 1995.

Dijo Castillo de Cúneo: «Era un idealista. Un trasgresor. Nunca la sociedad lo conoció bien. Después de su muerte, se me ocurrió pensar si no era una irreverencia seguir vivo. Sufrí profundamente». Cuando Cúneo se incineró en la plaza Independencia, en 1969, el Negro estaba en la base de Houston presenciando la llegada del hombre a la Luna.

Con el paso de los gobiernos y las crisis, él también sufrió embates anímicos y económicos. Parte de su fortuna quedó atrapada en el ‘corralito’ y, más tarde, debió enfrentar la enfermedad de Parkinson. Al cabo, después de una larga indiferencia, le fue otorgada la Distinción Sanmartiniana”.

El Negro tenía su casita inundada de la historia del periodismo de Mendoza. Y sí: también había sido periodista en las páginas de “El Diario”. Porque además de filósofo, viajero y mecenas, es autor de un voluminoso libro sobre el periodismo mendocino. Una investigación voluminosa que abarca un siglo, 1850-1950, de la que surge una historia paralela de Mendoza.

Como gestor cultural, hay que destacar que hizo lo necesario para traer a Guayasamín. “Era un organizador nato de eventos y gestión para producir una exposición, un concierto, presentar un libro, caminaba radipidito, iba de acá para allá y nadie le negaba nada porque a todos les había estirado la mano”. Entre otras muchas acciones de mecenazgo, donó el escenario, las 250 butacas y la consola de luz de la Sociedad Argentina de Actores; el mobiliario para el Círculo de Periodistas de Mendoza y la madera para el escenario y granito del célebre teatro TNT.

En ocasiones, compartía un café con Carlos Levy y Sara Rosales, para mantener encendida la llama de la inspiración que agitaban las conversaciones de Pantagruel.

En una de esas charlas íntimas, dijo: “Quiero que me recuerden así, como cuando andábamos por las veredas, juntándonos, haciendo cosas…”

Julio Castillo es -y no dejará de ser- un personaje mítico del centro mendocino, y sería imposible escribir la historia de la cultura local sin él.

Publicado en Diario "Los Andes" de Mendoza el 22 de Marzo de 2014.

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* MARIANA GUZZANTE: Reconocida periodista, profesora de Literatura y escritora. Se desempeña en la sección de Artes y espectáculos del diario "Los Andes" de Mendoza. Participa en forma constante en revistas, trabajos de investigación y la elaboración de prólogos para libros de autores locales.

El amigo que se nos fue

por RAMON ÁBALO *

Supo vivir su vida como, seguramente, eligió para irse. En plenitud de su espíritu, venciendo, finalmente, los desgarramientos del cuerpo y por eso es que la despedida, nuestra despedida, es sin lágrimas, porque la muerte, su muerte, es tan sólo fin y ausencia.

Su presencia en la larga bohemia, nuestra bohemia, de aquellos años bien movidos, resaltaba su ánimo solidario, Y su juego con la vida y la muerte, si ello fuera así, ese que practicaba silenciosamente durante los años de plomo sin dejar la mesa cotidiana donde los amigos discutían apasionadamente la realidad circundante de esa Argentina ubérrima en sus pampas y anémica en las mesas de los pobres, de los laburantes, de los millones de niños en la calle, como aquella infancia del Armando Tejada Gómez. Fustigábamos a la década infame, al pasado liberal y conservador de las oligarquías, especialmente la de la pampa húmeda y la que ya se expresaba en la vitivinicultura nativa. En esas tertulias nocturnas en el boliche de turno, con el Enrique Sobisch, con el Pardo, con el Armando, con el Cúneo. Con el Carlos Coll, con el Astur Morsella, con el Vasco Arberaz, con el Alberto Rodríguez (h), con el Fernando Lorenzo, con el Carlos Alonso, con el Julio González, con el Abelardo Vázquez, con el Montemayor el plástico, el Oscar Mathus, la Negra Mercedes, la Iverna Codina, la Iris Peralta Andrade, Rosalía de Flichman, el Mario Padín, el gringo Embrioni. Y aquellos Viejos Grandes de la Mendoza de barro, Don Américo Calí, Ricardo Tudela, Santa María Conill, Humberto Crimi, Néstor Waldino Vega, Vicente Nacarato, Juan Draghi Lucero, Alberto Rodríguez, el padre; Benito Marianetti, Ángel Bustelo, Dardo Olguín, los curas Contreras y el Macuca Llorens.

La bohemia era discusión y pasión por el país: el Astur, y todos repetíamos: el país nos duele. La pasión por la pintura, la pasión por la poesía y los libros varios y las tertulias se sucedían en guitarreadas y el quehacer común del arte y la militancia política. Por eso fue la revista VOCES, el teatro TNT, con el Carlitos Owen, el Jorge Fornés, la Elina Alba, el Negro Carrasco, la Pupi Ternavasio. El Toto Gioia y la Rata Otero, la Lucy Fernández y el Luis Politi, su hermano Domingo el cronista gráfico que graficaba resonancias como la del día que el Armando publicó su primer libro, cuando asumió como diputado provincial, cuando el Negro Abalo estuvo en una parte del podio de la CGT mendocina, al momento de ser rescatada de la intervención golpista del 55, cuando el Astur transitaba el periodismo con sabor a Eduardo Mallea y Martínez Estrada, cuando se lanzaron al ring de las ideas la revista Voces y cuando la primera función del TNT, sacrificado en el altar del terrorismo de Estado ya instalado. Cuando el Negro Castillo construía los bastiones de la bondad.

Y Pantagruel como antesala del centro cultural La Bitácora, cooperativa de trabajos pictóricos, poéticos, literarios, editoriales, en pleno centro de Mendoza, o sea en la calle Rivadavia apenas 30 metros de San Martín hacia el norte. Donde también el eje visceral era esa Argentina libertaria, latinoamericana, proletaria y socialista a construir.

Una bohemia con entradas y salidas abiertas, sin documento de identidad ni pasaporte para incluirse, destacándose ese ejemplar humano -el Negro- lineal, sin torceduras, solidaridad permanente. En su Pantagruel inauguró los «martes de la bondad», que era más que nada juntada de amigos, y antes y después de cualquier día de la semana, la mesa era tendida para el necesitado. El día a día construyendo con su brazo fértil y solidario el atelier del novato pintor, las butacas del teatrillo independiente, la vivienda y el trabajo, el pasaje hacia la aventura y los nuevos horizontes o para poner distancias con la persecución del Estado fascistoide y oligárquico. Nada de luminarias sino los claroscuros de la labor, del esfuerzo, de risas y dolores como partos de lo nuevo por venir después de la década infame, del «fraude patriótico». Nos dolía el país, y había que construir una nueva utopía. Y claro, en ello también el juego de la vida y la muerte.

Una vez fue a denunciar por quinta vez que había «perdido» el pasaporte y estuvo a punto de ser detenido. Sobre su cabeza y todo su cuerpo ya planeaba la sospecha de que esos «descuidos» tenían otros estatus, otros destinos. En realidad, cada pasaporte fue la salvación de un perseguido por la dictadura genocida, y versiones similares salían en serie de un aparato logístico que había montado con un par de «técnicos» en reproducir fielmente sellos, firmas y estéticas para «legitimar», finalmente, el salvoconducto salvador. En Tupungato había conectado un par de baqueanos duchos en el conocimiento de los vericuetos de las alturas nevadas, trasladando a varios perseguidos por las «revoluciones libertadora y Argentina» y cruzaran a caballo y recalaran en el Chile prepinochetista, es decir en el del Salvador Allende.

El Enrique Sobisch, exiliado en España, me contó lo que lo asombró y le elevó la estima que ya tenía del Negro cuando asistió con él a una muestra pictórica de un plástico argentino en una sala en Francia. Ya había amainado el genocidio, años 80, y era común que el Negro viajara un par de veces por aquellos años a la Europa solidaria con el exilio latinoamericano. No era raro, entonces, su presencia por aquellos pagos. Por eso, prosigue Sobisch, ya en el lugar de la muestra, y después de la presentación de estilo, el pintor tomó la palabra y lo primero que dijo fue: «… esta muestra, este momento, se lo dedico exclusivamente a quien está aquí, a quien me salvó la vida… allí el señor Castillo…» y siguió dando detalles de cómo «el señor y compañero Castillo hizo lo que ya hacía, salvar vidas, salvando la mía…»

El Negro Castillo, el del gesto solidario, se nos fue, pero apenas será una ausencia. Lo recordaremos siempre.

Publicada en "La 5ta Pata" de Mendoza el 23/03/2014

* RAMÓN ABALO nació en Mendoza en 1928. Escritor, periodista, militante social. Fue observador y protagonista de grandes cambios sociales y culturales que se produjeron en la Mendoza de los últimos setenta años. Compartió con referentes como Armando Tejada Gómez, Carlos Alonso, Luis Politti, Enrique Sobich, Oscar Matus, Mercedes Sosa, Tito Francia, entre tantos otros. Autor de “El terrorismo de estado en Mendoza” y “Cuentos de la Media Luna y la Calle Larga”.

Julio Castillo, mecenas, escritor, amigo

por ALBERTO ATIENZA *

Mecenas. Amigo, entrañable amigo. Ser repleto de afecto. De manos siempre extendidas. Periodista de “El Tiempo de Cuyo”. Dueño de la “boite” Cuba, de “carritos” (sangucherías) en el Parque, de dos de los más prósperos negocios de gastronomía que aun se recuerdan “Gargantúa” café, Rivadavia y San Martín y “Pantagruel” pizzería, media cuadra más hacia el norte sobre la principal avenida mendocina. Un sobreviviente, en sus días de 4L y luego un exitoso empresario. Ayudaba económicamente a todos los artistas que necesitaban ser apoyados. Pagaba los afiches de obras de teatro o encaraba el costo total del montaje, como hizo con “Marat-Sade” que dirigió Yiyo Facio, director ahora residente en Nueva York. Instituyó de por vida un sángüich de queso y un vaso de leche para “El loco del palo”, llamado también “As de Bastos” (Armando Noceda Armani). “El Loco” era un romántico orate que se ataviaba con una sábana por él decorada con vivos colores. Colgaba su vista del cielo y discutía con Dios. Le pedía explicaciones acerca de las injusticias del mundo. Jugaba “picaditos” en plena calle San Martín con el Víctor Legrotaglie y otros futbolistas. Cabeceaban la pelota amarilla número 5 que siempre llevaba consigo, además de la pata de mesa, una suerte de báculo, una especie de ornamento ceremonial. “El loco del palo” autorizado a usar el sillón de los grandes clientes de la lujosa sastrería “Jomir”, de Galería Tonsa. Plástico autodidacta, con sueltos trazos y mucho colorido, pintaba en menos de un minuto cuadros abstractos de pequeño formato y se los regalaba a Julio, ser al que quería y visitaba a diario. El Negro le dispensaba, además del desayuno, sus vigorosas palmadas y reían juntos como dos niños.

Vasto curriculum de buen tipo. No es casual que grandes artistas le brindaran su amistad, como Julio Le Parc, Guayasamín, Carlos Alonso. Logró que esos plásticos vinieran a Mendoza con muestras. Así fue como apreciamos el arte cinético de Le Parc al que solo conocíamos a través de imágenes. Y nos maravilló el talento de Alonso. El americanismo de Guayasamín.

Uno de sus amigos, Donato Cirasino, dice sintéticamente de Castillo “fue un rey”. El, desde la cercanía, sabía de las cualidades de un soberano bueno, generoso.

Dos elementos nefastos cayeron sobre Julio: según Donato, brevemente, sin dar más detalles dijo al pasar, que la muerte le llegó antes de tiempo por la conjunción de maldad y traición. Algo se sabe. Fue asaltado dos veces. Una, al volver a su casa, en los jardines del Barrio Cívico. Lo golpearon con un elemento contundente en la cabeza causándole una grave lesión, todo eso para sustraerle una campera. No hacía falta lesionarlo. La maldad.

Con la magra mensualidad de la Distinción Sanmartiniana, otorgada por méritos, vivía pobremente. Decidió desprenderse de dos obras importantes de su pinacoteca, un Alonso y un Polesello. Fueron vendidos en Buenos Aires y recibió como pago 30.000 dólares. Buena gente, confiado como tal, comentó en un ambiente determinado, insospechable, la posesión de ese dinero. Al día siguiente dos sujetos de civil lo empujaron cuando abría la puerta de su vivienda. Le preguntaron directamente por los dólares. Les dio el dinero a los dos masculinos. Uno de ellos le abrió la cabeza a ese hombre bueno e indefenso con un feroz golpe asestado con una pistola. Cayó al suelo desmayado y despertó horas después en el medio de un gran charco de sangre. La traición.

Acaso un médico podría decir si esas dos crueles heridas desembocaron en la enfermedad que lo abatió. O no.

Dramaturgo y narrador. Escribió la obra “Cúneo o la inmolación de la poesía” representada en el Teatro Independencia bajo la dirección de Yiyo Facio como homenaje a su gran amigo Víctor Hugo Cúneo quien murió quemado al estilo bonzo. Ediciones Culturales tiene en carpeta para editar “Marco Solo” una excelente novela de Julio.

Para quienes lo conocimos nos queda flotando ante nuestros ojos su carcajada, su gran sentido del humor, capaz de reírse hasta de su persona: “Le conté a Fernando Lorenzo (poeta, dramaturgo, actor, dueño de una ácida ironía) que Carlos Alonso me había hecho un retrato a la carbonilla…y me dijo: ¿Y con qué te lo iba a hacer?”

Los que recién ahora se enteran de que existió sabrán que fue un artista. Vivió como tal. Un mecenas que sólo claudicó cuando otra felonía, previa a las dos veces que le partieron la cabeza, fagocitó la mayor parte de sus bienes. Los pintores a los que ayudó le regalaron obras. Algunos, signados por el éxito desde hace mucho, como Alonso, Guayazamin, Le Parc, grandes maestros como Orlando Pardo, sintieron orgullo que “El Negro” colgara sus telas en el pequeño living de su casa. Y no faltaron quienes ensuciaron el rol benéfico que Julio cumplía. Afirmaron que a los pintores les cambiaba telas por pizza. De ese modo las larvas denigraban la encomiable labor de ese querido hombre. Y ofendían a los plásticos. No sorprenden esas maledicencias. Cada tanto surge algún intoxicado que le niega, por ejemplo, a un ex preso político su paso por una prisión. Claro que no dicen (no pueden decirlo) qué hacían ellos con sus vidas el 24 de marzo de 1976.

Con Julio prevalecerá la importancia de su entrega al arte, la amistad, acompañada de ayuda para quien la necesitaba, el amor que sintió por mujeres a las que nunca olvidó. Sus gestos colmados de energía y cariño. Su risa.

Publicado en la "La 5ta Pata" el 23 de Marzo de 2014

* ALBERTO ATIENZA. Periodista y escritor mendocino. Trabajó en los diarios "Los Andes", "Mendoza", "El Andino", "Uno" y en radio Nihuil. Escribió "De Bichos y Tiroteos" junto a Eduardo Fuentes; figura en las antologías "Autores Mendocinos", "Premios Vendimia" y "Diez autores mendocinos". En 1991 obtuvo el primer premio de teatro por "Prof. Dr. Álvar Núñez Cabeza de Vaca" y primera mención por la obra "La plaza Independencia" en el Gran Premio Vendimia.

El poeta Carlos Levy con la artista plástica Sara Rosales y el Negro Castillo. Los años felices.


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