La Melesca

ADIÓS A JORGE RAMPONI

 

 

por THOMAS MORO SIMPSON *

 

 

En el verano de 1946, un amigo mío (1) armó su mochila de trashumante, saltó a un tren de carga y llegó a Mendoza. Me unía a él una creencia compartida, firme y falsa, en la fatalidad de nuestro destino poético. Yo era apenas un adolescente y él ya un hombre de 24 años. Antes de partir me dijo que vivía en Mendoza un poeta “inmenso” llamado Jorge Enrique Ramponi. Con la mal fundada esperanza de encontrarlos llegué un mes después a Mendoza en ómnibus, y comencé a deambular por las calles preguntando a los transeúntes, sin resultado alguno, por un tal Jorge Enrique Ramponi. Recuerdo que en algún momento me impresionó la visión de una montaña que emergía en el fondo de una calle increíblemente próxima, como un dinosaurio pastando en el centro de la ciudad. Auténtico y no contaminado aborigen de Buenos Aires, la idea de que una montaña pudiera contemplarse desde una calle me pareció fantástica. Para mi una ciudad era algo esencialmente plano: las montañas pertenecían a la Naturaleza o a la Geografía, que estaban fuera de la ciudad.

El primer día no tuve suerte, pero el segundo fue más que generoso. Desde una esquina de la Alameda, bajo el pleno rigor del mediodía, vi surgir entre las dos filas de árboles a un muchacho que caminaba lentamente con la cabeza baja, leyendo un libro que sostenía con ambas manos. Venía en mi dirección, el libro era sin duda alguna un libro de poesía, y él era mi amigo del destino fatal. Me llevó enseguida a la casa de Ramponi, quien vivía -desde siempre y hasta el final- en Godoy Cruz (2). Allí observé, extendido sobre una mesa, un macizo ejemplar de la primera edición de Piedra Infinita (1942), enorme y sólido como había imaginado las Tablas de la Ley. No recuerdo los detalles, pero es seguro que Ramponi empezó a recitar.

Esa noche dormí en una pequeña habitación que daba a los fondos de su casa. Traspuesta la medianoche, me acosté en un colchón tendido en el piso y apagué la luz. Me acomodé sobre el costado derecho y me dispuse a dormir. De haber continuado así, es posible que lo que sucedió no hubiera sucedido, aunque no ignoro que esta noción de posibilidad es misteriosa y problemática. Lo cierto es que de pronto giré el cuerpo hacia la izquierda. En la oscuridad total de la habitación, a pocos centímetros de mí, dos grandes ojos fosforescentes, dos círculos perfectos con una pupila brillante rodeada por un anillo amarillento, me contemplaban inmóviles y tenaces. Eran dos ojos nada más, pues el resto de la aparición estaba sumergido en la sombra. No atiné a encender la luz, pero de algún modo salí de la habitación, con un escalofrío semejante al pánico. Supe enseguida que era el búho de Ramponi, quien con una risa de niño divertido me exhortó -sin éxito- a compartir la habitación. Nunca averigüé si el búho ya estaba allí o entró por la ventana, como el cuervo de Poe.

A la mañana siguiente Ramponi se presentó en pantuflas, sumergido a medias en la cotidianeidad. Pero al contemplar sus ojos redondos y acechantes bajo la enorme calva, y su boca sumida como el arabesco de una lamentación, advertí que tenía rostro de búho; sus gestos dibujaban aquellas “reverencias de búho (…) que anuda entre sus cejas la tiniebla y el éxtasis” reverencias entrevistas después por él en Los Límites y El Caos (1972), donde el búho se presenta como ejecutor de “un culto sombrío”. Asumía francamente la representación de la Noche, sin complacencias para quienes abrigaran dudas acerca de la condición de Embajador Extraordinario. Se me hizo muy evidente que Ramponi iniciaba a cierta hora “su vuelo taciturno”, como el búho del mexicano González Martínez, para leer desde lo alto “el misterioso libro del silencio nocturno”. Esta ávida lectura es la clave de su poesía imprecante, oracular y agónica, que dio al siglo XX, desde nuestra provincia de Mendoza, uno de los ejemplos mayores de poesía metafísica.

Lo dominó la visión del desamparo humano, el enigma de una orfandad original.

  

Cuando el hombre solloza, fracasa Dios o el hombre;

cuando el hombre maldice, algún armónico se trunca,

cierta espiral arcana detiene atónita su arpegio.

(Los límites y el caos)

 

 

Desde la frágil sustancia humana, encontró en la piedra su ambiguo antagonista.

  

Ella, lo eterno; yo lo efímero ardiente, la atropello a sangre y canto.

 

La piedra “acosa al hombre” porque es el testigo y el índice obstinado de su disolución frente a ella, el hombre se presenta como “vasallo de un dios triste (…) a quien no le importan vísceras, ni canciones ni sueños”.

  

Ampárame a reverbero, corazón, que arrostro el témpano infinito.

Los siglos le zumban en el núcleo a modo de un enjambre eterno.

 

Pero existe una mirada más alta que trasciende por igual al hombre y a la piedra; es una mirada incompasiva, que induce una comunión entre la víctima y el verdugo;

  

Oh soledad redonda de piedras y hombres solos,

amarga flor de mineral y sangre que el canto rudo cimbra.

 

Aunque la piedra sobrevive al hombre, ella misma está al margen del rumor de la vida. Condenada a lo estéril, es “la que no participa ni aun asiste (…). En vano la vida quiere abrirle un hondo cáncer”.

En su muda corporeidad, en su simple estar de espalda al vacío, la piedra hace visible el misterio de la existencia y provoca la pregunta imposible: ¿porqué hay algo, en lugar de nada? De inconcebible, su materialidad brutal, forma la mera presencia, se vuelve abstracta para el hombre:

  

Piedra o enigma de lo abstracto

o realidad de mito puro,

olvido de Dios ya dios de olvido.

 

Portador de estos mensajes, Ramponi llegaba ocasionalmente a Buenos Aires, donde los amigos organizaban con premura las reuniones litúrgicas, a veces en una casa particular, otras en una fonda, convertida en templo para la voz de un oráculo impaciente. Venía con los bolsillos inundados por sus oceánicos poemas. Como un niño inhábil para el disimulo, no podía enmascarar su paciencia por recitar cuanto antes. Y una noche en que los comensales, sumergidos en la prosa del mundo, tardaron demasiado en pedirle que lo hiciera, no pudo contener su nerviosidad, entresacó sus papeles del bolsillo izquierdo del sobretodo e incriminó a la audiencia con una frase ominosa y provocativa: “¡Si no quieren no leo! ¿No quieren que lea, no?”, “¡Pero Ramponi, cómo no vamos a querer!” respondió el coro. Y en seguida comenzó el ritual.

Su visión del desamparo cósmico no se limitaba al hombre; en los poemas “Corazón Terrestre” extiende su canto a la totalidad de lo viviente. Recuerdo en especial la “Endecha de la Tortuga”. Y aún veo a Ramponi, un lejano día de 1946, leyéndolo para mí en su casa de Godoy Cruz, aún me sigue llegando a través de su vos la rotundidad del comienzo:

  

He visto andar lo inmóvil;

piedra sonámbula,

barro torpe labrado en ajedrez

………………………………………………..

criatura o fábula de la tierra como una costra suya que le brotara un ansia.

  

También retengo en mi memoria la imagen redentora del final, la gloria impar de la tortuga:

  

Y ahora que el verano, como una gran cigarra,

en el cielo y en la sangre zumba,

y un viento de fulgor cala los huesos

…………………………………………………………………………

rebasando su féretro sueña, hongo de la canícula,

sueña que es el centro del mundo,

y en la inmóvil demencia dorada tiembla y se dilata feliz,

como un coágulo de miel, su corazón de lento almíbar.

 

  

Yo amaba este poema, y con torpeza de adolescente insistí una vez para que lo leyera, en lugar de uno de los cantos de Los Límites y el Caos, que Ramponi apreciaba mucho más. El drama ocurrió en la casa de un amigo común, antes del comienzo del ritual. Ramponi me fulminó con una sentencia inapelable: “Lo que pasa, Simpson -dijo ya muy molesto- es que usted le tiene miedo a la tragedia”.

Querido Ramponi: usted se fue y debo confesar que era difícil quererlo aunque siempre lo admiré intensamente. Me parecía usted un hombre sin tono para el diálogo cotidiano, para la morosa conversación ala deriva. Usted no era un interlocutor, sino un oficiante listo para la entonación del salmo, de pie en su inmensa catedral imaginaria y viviente, cuyo órgano era su voz aluvional y barroca de poseso, que oscilaba entre el susurro íntimo y la catástrofe.

He escrito sin embargo, querido Ramponi. Quizá porque la muerte produce a veces un estado de subversión en las disposiciones habituales del alma: se transforma la perspectiva, la ubicación, y el peso de los recuerdos, los énfasis, los detalles. Usted no se fue a un lugar distante del lugar en el que estoy yo ahora; usted, Jorge Enrique Ramponi, se fue del mundo, se fue de todos los lugares. En la distancia absoluta, desde esta perspectiva imposible, ¡cómo se agigantan sus gestos generosos y su encarnizada devoción por la poesía, en un mundo asolado por la crueldad y la sordidez!

Permítame también, Ramponi, que sucumba por un momento a una tentación viciosa de especialista en semántica, profesión que usted no tendría en mucha estima, no puedo dejar de preguntarme si las palabras “Usted” y “Ramponi” que empleo para hablarle no son ya más que palabras que nada designan, pues usted, Ramponi, ya no existe. Y si es así, ¿es esto algo más que una invocación retórica o una forma retorcida para hablar conmigo mismo? Le ruego que no se impaciente. Éste es el momento en que la metafísica -y hasta la semántica- surge a borbotones de la tristeza. Quizá usted está en el Universo -y lo estuvo siempre-, solo que espacio-temporalmente lejos de nosotros, como en el sueño de Parménides revivido por los lógicos y los físicos. Quién sabe como es el Universo; quién sabe como es el mecanismo que nos acercó en el tiempo y en el espacio, y ahora nos aleja. Pero en el hilo de la incertidumbre nos queda la poesía, que es la plegaria y la salvación del agnóstico y del incrédulo. Y el canto, resumen de la creatividad humana frente al Universo inerte, desafío a ese animal frágil que es el hombre frente a la piedra, “dios del olvido”; ese canto que usted, Jorge Enrique Ramponi, nos legó en versos que enjoyaron el mundo.

  

Canta, pequeño partos de unos días y una sangre

sobre la tierra, nuestra heredera y nuestra herencia;

canta, ¡oh! deudo, mientras vuelve a la heredad la dádiva,

gota a gota a su núcleo,

porque es honra del hombre libar lo que su oscura,

última flor contiene;

así madura la equidad del mundo,

¡oh! héroe del corazón,

cantando.

(de Piedra infinita)

 

      

Referencias:

(1). Su nombre era Jacobo Tímerman (Nota de 1999)

(2). Ramponi vivió los últimos años de su vida en la ciudad de Mendoza, en los límites con el departamento de Godoy Cruz. (N. del E.)

 

 

Publicado en Diario La Nación el 02 de Diciembre de 1977, un mes después de la muerte del poeta.

 

  

 


* THOMAS MORO SIMPSON. Poeta y filósofo. Miembro fundador de la Asociación Filosófica Argentina y miembro de la Sociedad Argentina de Análisis Filosófico. La Fundación Konex lo distinguió por "Lógica y Teoría de la Ciencia" (1986) y "Ensayo Filosófico" (1994). Ha escrito “Formas lógicas, realidad y significado” (1964), “Semántica filosófica: problemas y discusiones” (1973) y “Dios, el mamboretá y la mosca” (1974).

Siguiente Entrada

Anterior Entrada

© 2024 La Melesca