La Melesca

DE FORZUDOS Y FORZADOS

Un día, el Dr. Carson, un peculiar polaco más conocido como «El hombre más fuerte del mundo», llegó a Mendoza, convulsionó la ciudad y terminó actuando junto a otro personaje singularísimo y entrañable de nuestra provincia. Aquí el relato de Emilio Portorrico y Rubén Giménez.

La primera vez que escuché el nombre Joe Carson fue en boca de mi tía Luisa. No, miento. Ella dijo “Doctor” Carson. Dijo “Va a venir a tomar el té el Dr. Carson, un amigo de la Rosalba”. La Rosalba era su hija, la única que tuvo con el tío Simón. Los tíos vivían en un barrio de casitas todas iguales. “4 de Junio” se llamaba el barrio y quedaba en los confines de la ciudad de Mendoza. Uno de esos solares que, al decir de los viejos, “antes había sido todo viña” y a principio de los ’50 se había transformado en una populosa barriada de trabajadores, cuando la ciudad todavía no llegaba al Zanjón de Los Ciruelos (1).

Por lo que sé y se supo después, esa misma tarde a la hora del té, el Dr. Carson y la Rosalba se habían conocido en El Rosedal (2). Él andaba en los trámites de promocionar su espectáculo y estaba en búsqueda de lo que hoy llamaríamos una locación. Ella andaba nomás.

Finalmente se decidió por la avenida San Martín, la calle principal de la ciudad. Como sucede en casi todas las capitales y pueblos del país, con ese nombre designan a la calle que los parte en dos mitades más o menos iguales. Pues bien, en una calurosa tarde de verano esa avenida vino a ser testigo de las prodigiosas dotes de Joe Carson.

En realidad el anunciador, un hombrón de amplios y voladores bigotes, enfundado en una librea de listones blancos y rojos ribeteada de un cordón dorado, con la ayuda de una bocina anunciaba con voz estentórea: -Pasen y vean al Dr. Joe Carson, el hombre más fuerte del mundo. Y mientras esto voceaba se paseaba acompasadamente por la vereda del edificio del diario Los Andes (3).

Enfrente, sobre la calle, imponentes sobre sus rieles descansaban dos lustrosos tranvías (4), uno frente al otro. Semejaban dos toros a punto de atropellarse. La topada parecía inminente, pero en realidad estaban detenidos a la espera de que el notable forzudo -de cuya potencia daba cuenta el hombre de la vereda con adjetivos que los curiosos escuchábamos por primera vez en nuestra pueblerina vida- los arrastrara, cuerda mediante, con la sola fortaleza de sus maxilares.

Es decir, Joe Carson iba a colocarse entre los tranvías con una soga entre sus dientes para traccionarlos afirmándose en sus piernas, haciendo fuerza con su cuello, acercándolos hasta que casi se tocaran.

Como era de suponer, el anunciador había sabido generar una gran expectativa, al fin de cuentas para eso se le pagaba. Nuestro hombre se hizo esperar. Con el tiempo la vida me enseñaría que todos los eventos extraordinarios deben contar primeramente con ese sentir de víspera que acompaña a las grandes celebraciones. Mientras tanto el de los bigotes no dejaba de exaltar con el megáfono una y otra vez el vigor de los brazos, el ímpetu del empuje, la inaudita energía del torso hercúleo de Carson. Sumado todo ello a la enumeración casi infinita de las proezas que presuntamente había realizado alrededor del globo. El tipo decía así: alrededor del globo. Lo recuerdo con claridad, como si hubiera pasado ayer, dijo: Dr. Joe Carson, “El hombre más fuerte del mundo” y dijo algo que no logré olvidar nunca más en todos los años que tengo: Urbi et Orbi.

Resultó ser que el tal Carson debajo de su nombre de cowboy tejano disimulaba un pasado polaco donde había dejado junto a su nacionalidad una familia de mujer y dos hijos. Por ocultas razones, se había mandado a mudar tal vez escapando de la miseria de la posguerra para encontrar en otros rumbos un lugar a donde llevar a los suyos y empezar de nuevo una vida próspera y feliz.

Aviso de un diario ecuatoriano

Muchos años más tarde, cuando la informática comenzó a ser algo al alcance de todos y la vida de todos dejó de ser absolutamente privada, se supo que Carson había pasado a mediados de los ’40 por España y que ya a fines estaba en Centroamérica. Una cronología enclenque por lo dudosa muestra a Carson descendiendo hacia el sur del continente a medida que corre la década del 50: hay, aunque muy imprecisos, registros de sus pasos por México, Nicaragua, Costa Rica, Ecuador y Perú. Las fechas no coinciden, se embarullan con probables errores de imprenta, crónicas demasiado imaginativas algunas y hechas a las apuradas otras. Ninguna nos deja entrever si “el hombre más fuerte del mundo” pasó por la tierra de Roy Rogers, Hopalong Cassidy, Red Ryder y Gene Autry para inspirarse para crearse el alias. Podemos, sí, conjeturar que debe haberse mirado en el espejo del musculoso Charles Atlas, un calabrés que aterrizó a los once años en Brooklyn, y que a través de las décadas hizo buen dinero con sus métodos para dejar de ser un “alfeñique de 44 kilos” al igual que Eugen Sandow o Bernarr Macfadden, dos a los que se señala como “padres” del fisicoculturismo. La idea de emularlos pasó seguramente por la cabeza de nuestro personaje que, como ellos se cambió el apellido original por un alias ad hoc pero que seguramente no se animó a hacer lo que ellos: montar un negocio y amarse y odiarse con las instituciones y la prensa. Aunque Carson terminará atraído –como Macfadden- por la misteriosa seducción de los circos, las carpas, la música, la trashumancia… Es así que un día, viajando, viajando, llegó a Mendoza. Fornido y retacón, me gusta imaginarlo montado sobre la carga de jadeantes camiones, bebiéndose el aire de la cordillera. O tal vez mirando absorto pasar cañaverales, sembrados de maíz o de cacao o de café, a través del portalón abierto del vagón de carga de un tren que trabajosamente trepa cumbres y despereza valles bajo un sol rabiosamente sudamericano.

Llevamos un rato largo en silencio. Hemos encendido la estufa a leña y el fuego crepita de lo lindo. La parrilla ya está limpia y las entrañitas (5), saladas y aderezadas con una pizca de pimienta, esperan ser asadas lentamente. El Nolo no dice nada y yo, para no romper el encanto del momento, me he cosido la boca. Él se llama Manuel Romelio Tejón, nacido un miércoles tres de junio de 1925, de padres andaluces; más conocido por Nolo. En el Barrio Yapeyú (6) lo suelen ver pasar perfumando las veredas con el aroma a pan casero, ese que los chilenos llaman «amasao», y que el Nolo pasea en un enorme canasto de mimbre. Lo amasan con su mujer, la Magda, en un sector del patio al que nombran, convencidos, “la panadería”. Y lo cocinan dignamente en un horno enorme que está junto al hogar donde hemos prendido fuego para el asado.

De repente el Nolo, desde el fondo del silencio, trae el nombre y el apelativo: «¿Vos escuchaste hablar de Joe Carson ‘El hombre más fuerte del mundo’?» No me quedó más que esbozar una sonrisa… Le cuento que ya me lo habían mentado en otra ocasión. Se la refiero y tras cartón, como si no me hubiera escuchado, se pone a relatarme el tramo de la historia que lo ligaba al hombre. Me señala el origen polaco del tipo, y aquello que yo ya había escuchado de boca de mi padre (lo de la tía Luisa y el fugaz noviazgo con su hija la Rosalba). Todo iba calzando a la perfección. Las proezas que decían que hacía, su llegada a Mendoza y la estrepitosa presentación de sus actos. El episodio de la calle San Martín y el increíble arrastre de los tranvías. El Nolo había sido testigo presencial del hecho.

Hizo una pausa para arrimar otro tronquito de cepa a la brasas -brasas que por otra parte ya pedían carne- y aproveché para azuzarlo: ¿Y? ¿Se movieron los tranvías o no? Él con una cara de total credulidad que parecía haber atravesado inconmovible los años, respondió: A mí me pareció que se movieron. Bah, a mí y a los que estaban conmigo también. Esta última declaración del Nolo vino a constituir, según mi humilde entender, un caso de disonancia cognitiva de grupo. Es decir, cuando mucha gente cree haber visto algo que no es del todo verdad. Ya lo decía el filósofo Gustavo Bueno: cien individuos, que por separado pueden constituir un conjunto distributivo de cien sabios, cuando se reúnen pueden formar un conjunto atributivo compuesto por un único idiota.

Lo concreto es que después de que los tranvías se movieran o no, Tejón se puso en contacto con el polaco, a sabiendas de que el forzudo forastero andaba en búsqueda de un número artístico que rellenara los vacíos que se producían entre acto y acto suyos. Según se enteró después el Nolo, aquélla era una técnica que Carson había aprendido de un tal Stanislaus Zbyszko, un ex campeón mundial de lucha devenido entrenador, que le había dicho: “su acto es interesante, pero tiene que vestirlo. Si realiza una proeza tras otra, su desempeño se desluce, pierde brillo”. Y de yapa le dejó una sentencia: “el asombro tiene mecha corta. Usted tiene que intercalar otra cosa, un evento cualquiera, no importa si se trata de un músico, un acróbata o un mono que baila; algo que distraiga la atención de la gente y que deje al asombro nuevamente virgen, predispuesto para el pasmo, la maravilla, esa chispa que genera el aplauso cerrado e inapelable”.

Esto último me lo contaba mientras distribuía las entrañitas sobre los fierros calientes de la parrilla y yo le arrimaba unas rebanadas del pan de la Magda para que las fuese tostando. Por un lapso cuya duración no podría precisar, nuestra atención dejó de lado el sucedido de Joe Carson y nos abandonamos a disfrutar del aroma de la carne asada. Nuestros paladares dieron paso a un tinto de esos que se mascan y en un rato más ya estábamos sirviéndonos de la parrilla y cortando sobre el pan, con el cuchillo bien cerquita de los labios, a lo criollo.

Después del primer encontronazo con esa mágica combinación de carne asada, pan casero y vino de la casa, Nolo retomó el relato para contar que por aquellos tiempos de la visita de Carson él, junto a otros alunados, había formado un cuarteto musical. “Pipo y sus armónicas” se llamaba el conjunto. Con mediano éxito se presentaban en casorios, bautizos y hasta en velorios. El Nolo, por ser el integrante más joven, era a su vez el más entusiasta. Por ello, cada vez que se enteraba de cualquier hecho social que pudiera albergar la música de “Pipo y sus armónicas”, allá iba, presto a ofrecer los servicios del cuarteto de sopladores para ganarse unos pesos. El mismo afán lo llevó a conversar con el polaco, al que convenció de que los contratara para tocar entre acto y acto. Y así fue nomás. En un descampado de la costanera Joe Carson y el vociferante de la librea a rayas instalaron una carpa con un gran cartel y la foto coloreada de “el hombre más fuerte del mundo” en tamaño natural.

Según Tejón la cosa era así: llegaban a la carpa después de la siesta y calentaban las armónicas: una hacía el bajo, otra el ritmo y dos hacían las voces del canto (primera y segunda) mientras el bigotón del megáfono empezaba a dar grandes voces e invitando a los curiosos que se iban reuniendo en torno de la carpa a pasar y ver las proezas de “el hombre más fuerte del mundo”.

El vozarrón prometía reventones de bolsas de agua caliente, dobladuras de barras de hierro con manos y dientes, destrozo de guías telefónicas y, por último, el gran acto de mantener suspendido en el aire un diván con cuatro muchachas del público que se animaran a sentarse en él y no perder el equilibrio. Además agregaba (bajando un poco el tono de voz) que los asistentes podrían disfrutar de las rancheras y foxtrots, pasodobles y valses interpretados por “Pipo y sus armónicas” que en los entreactos harían “las delicias sonoras para los exigentes oídos del público mendocino”. Así decía y se desgañitaba nuevamente ponderando de diversas maneras las habilidades del forzudo. Éste, embutido en una malla, calzado de enormes botines y peinado a la gomina se mantenía oculto de las furtivas miradas de los espectadores que iban adentrándose en la carpa, luego de haber depositado el óbolo obligatorio en una alcancía que el vociferador llevaba colgada a la altura de la barriga.

Mientras le pasábamos pan a la parrilla puesto que de la entrañitas no quedaba nada, apuramos el penúltimo traguito. Entonces el Nolo haciendo memoria aclaró: “Ahora que lo pienso bien, el hombre de la librea a rayas que oficiaba de anunciador y que luego, dentro de la carpa, hasta servía de asistente y maestro de ceremonias, pudo haber sido el mismísimo Stanislaus Zbyszko”. Dicho esto, dejó la vista fija en la borra que enturbiaba el fondo del vaso.

Yo, que estaba escuchando atentamente el relato, no quise interrumpirlo más que lo necesario para precisar algún detalle. El Nolo llevaba una vida austera, casi franciscana, junto a Magda, su mujer cantora, y a sus dos hijas Cecilia y Marina. Sé que a la venta del pan le trataba de arrimar alguito que sacaba cuando iba al centro a vender sus acuarelas. También supe que cobraba algo de derechos de autor por las cuecas que había compuesto y que cantaban «Los Chalcha» (7) y «Los Fronte» (8). No le pagaban lo que deberían pero, como hubiese dicho Palorma (9), «lo poco es mucho».

El fueguito se iba apagando. Las alpargatas del Nolo, con sus pies adentro, habían quedado cerquita de las desfallecientes brasas. Justo cuando estaba por empinar el último vino me dijo: “Fueron ocho semanas, dos meses… ¡Qué éxito que tuvo ese Joe Carson!”. Yo, que me había mantenido prudente hasta ese momento, no pude evitar comentarle: “Pipo y sus armónicas” se deben haber puesto las botas (10) entonces!” Nolo, cambiando el semblante, dejó caer apenas tres palabras: “No nos pagó”. Un largo y tenso silencio precedió a su apesadumbrada aclaración: ¡Se fue y no nos pagó!

Indignado, aunque sin querer meterle el dedo en la llaga, salté: “Pero ¿cómo?… ¿No le reclamaron? ¿Por qué no le cobraron de prepo?” Y el Nolo, clausurando la noche como detrás del vino, me respondió: “¿Vos te hubieras animado a cobrarle de prepo al “hombre más fuerte del mundo?”

Nolo Tejón en «La Guarida del Celebrante» (2009)

Ilustración de portada: "Sisyphus" de Jankovics Marcell


Emilio Portorrico: Investigador, difusor, conferencista. Autor del “Diccionario y del Anuario Biográfico de la Música Argentina de Raíz Folklórica” y de “Eso que llamamos Folklore” donde narra los orígenes y el desarrollo del género musical de raíz folclórica y su relación con hechos salientes de la historia argentina desde principios del siglo XX.


Rubén Giménez: Autor, compositor, intérprete y gestor cultural. Formó parte de grupos como “Amauta”; “Alturas”; “La Intentona” y “Giménez y los Cristalitos”. Compuso obras integrales y música para teatro. Desarrolla una importante actividad solista y desde “La Guarida del Celebrante” apoya a artistas de la región.

Nota de Editor:

Manuel Romelio «Nolo» Tejón muere en su querido Bº Yapeyú el 01 de enero de 2015, dejando no solamente un importante legado ético y musical, también una infinidad de amigos y anécdotas que fueron una constante en su vida.


Referencias

(1) Zanjón de los Ciruelos: canal aluvional que recorre el límite norte de la capital mendocina con el Departamento de Las Heras.

(2) El Rosedal: tradicional paseo ubicado al margen del lago, en el Parque San Martín.

(3) Los Andes: nombre del más antiguo de los diarios de la capital mendocina.

(4) Tranvía: medio de locomoción que se inauguró a principios del siglo veinte y fueron retirados en 1966. Su principal línea recorría la avenida San Martin de sur a norte

(5) Entrañitas: corte de carne vacuna muy buscado para asarlo a la parrilla.

(6) Barrio Yapeyú: ubicado en el Departamento de Las Heras. En esa época se constituía en una de los últimas zonas pobladas a la vera del camino internacional a Chile.

(7) Los Chalchas: diminutivo de “Los Chalchaleros”, conjunto folclórico salteño que interpretaba temas compuestos por Nolo Tejón.

(8) Los Fronte: de “Los Fronterizos”, otro conjunto originario de Salta que también elegía los temas de Tejón.

(9) Palorma: refiere al cantor y compositor mendocino Félix Dardo Palorma.

(10) Ponerse las botas: se dice cuando se saca gran provecho o riqueza de algo.


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